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Almas Blancas: Las historias de superación que forjaron al Real Madrid

Introducción 

En la historia del Real Madrid hay victorias y trofeos, pero sobre todo hay personas cuya entrega y coraje han definido el alma del club. Son leyendas forjadas en la adversidad: futbolistas que nunca se rindieron y aficionados anónimos que sostuvieron la fe en los peores momentos. Desde las ruinas de la posguerra hasta las glorias de la era moderna, el Madrid se levantó una y otra vez guiado por estas almas blancas. Sus historias entrelazadas —épicas y profundamente humanas— explican por qué, para el madridismo, “nada es imposible” en noventa minutos. A continuación, seis relatos entrelazados de pasión y superación nos llevan al corazón emocional del club.



Juanito: La pasión eterna de un 7 inmortal

 

Juan Gómez “Juanito” llegó al Real Madrid persiguiendo un sueño y esquivando la desgracia. De adolescente despuntaba en las inferiores del Atlético de Madrid hasta que una grave lesión frenó en seco sus ilusiones, obligándolo a buscar refugio futbolístico en el modesto Burgos CF . Aquello que parecía el final de su carrera fue en realidad el comienzo de su leyenda: cuatro temporadas de garra en Burgos le abrieron las puertas del Bernabéu en 1977 . Juanito aterrizó en el Real Madrid con el corazón por delante, convertido en el emblemático dorsal 7 que no era el más veloz ni el más técnico, pero sí el más intenso y luchador .


Pronto el Santiago Bernabéu cayó rendido ante aquel delantero malagueño de baja estatura y corazón indomable. Cada vez que Juanito saltaba al césped, la hinchada cantaba “¡Illa, illa, illa, Juanito maravilla!”, un ritual que aún hoy se escucha en el templo blanco para recordar a uno de los futbolistas que más lucharon por la camiseta madridista . Su juego combinaba talento y coraje: celebró títulos (5 Ligas, 2 Copas de la UEFA, 2 Copas del Rey…) y protagonizó noches heroicas. Permanecen imborrables sus saltos de alegría en la remontada europea de 1985 ante el Borussia Mönchengladbach, cuando el Madrid levantó un 5-1 adverso ganando 4-0 en el Bernabéu . Aquel día Juanito, poseído por la épica, acabó a hombros de sus compañeros, encarnando el mensaje que él mismo había proclamado: “90 minuti en el Bernabéu son molto longo”, advirtió tras una derrota ante el Inter, apelando a la magia del templo blanco para dar vuelta a la eliminatoria . Esa frase y su empeño de luchar hasta el final alimentaron el llamado “espíritu de Juanito” –desde su muerte, los madridistas invocan su nombre en cada intento de remontada histórica .

 

Pero Juanito no solo dejó huella por sus gestas, sino también por su temperamento volcánico y su humanidad. Su carácter pasional a veces le jugó malas pasadas, como aquella vez en 1987 que una chispa de ira lo llevó a cometer el error de pisar a Lothar Matthäus, acción de la que se arrepintió profundamente . Supo pedir perdón con humildad, demostrando que bajo el ímpetu había un hombre noble: “Me maldigo por ese comportamiento tan irracional”, confesó apesadumbrado . Y es que Juanito vivía el fútbol con el alma. Amaba al Madrid con locura, dentro y fuera del campo. Incluso tras colgar las botas siguió ligado al club de sus amores: en 1992 era técnico del Mérida, pero el 2 de abril de aquel año viajó de madrugada por carretera solo para ir al Bernabéu y ver a “su” Madrid jugar una eliminatoria de la UEFA .

 

Aquella noche, el destino tendió una emboscada trágica. De regreso a Mérida en la madrugada, mientras Juanito iba descansando de copiloto, unos troncos mal sujetos cayeron de un camión en la carretera Nacional V e impactaron contra su coche . El ídolo de Fuengirola, de solo 37 años, perdió la vida al instante en el kilómetro 161 de la N-5, cerca de Calzada de Oropesa  . Su final fue tan repentino como desgarrador, pero al mismo tiempo, aquel día nació una leyenda. No sufrió —el golpe fue inmediato— pero miles de aficionados sí sufrieron su pérdida . La noticia conmocionó al fútbol español : se iba un rebelde con causa, un “corazón desatado con botas”, como lo describieron, pero su memoria se hizo eterna . Desde entonces, Juanito es inmortal en el corazón madridista. Generaciones que ni siquiera lo vieron jugar corean su nombre; su dorsal 7 se convirtió en símbolo de raza y hoy todo el Bernabéu continúa honrándolo. Cada minuto 7 de partido, la grada se pone en pie y truena el famoso canto: “¡Illa, illa, illa, Juanito Maravilla!” . Es el homenaje inagotable a la pasión eterna de Juanito, el alma guerrera que enseña a no rendirse jamás. Su espíritu sigue vivo en cada remontada imposible y en cada madridista que lleva esa fe grabada a fuego. Juanito se fue, pero su recuerdo llena de orgullo y lágrimas los ojos de la afición —un alma blanca que nunca dejará de maravillar.

 


Iker Casillas: El orgullo del capitán que venció al destino

 

Iker Casillas soñaba con el Real Madrid desde niño, cuando se criaba en Móstoles recortando cromos de porteros. Con solo 19 años, aquel chaval tímido debutó en una final de Champions y se convirtió en el guardián de las noches épicas. Alzaría cinco Ligas, tres Copas de Europa y hasta la Copa del Mundo con España, ganándose el apodo de “San Iker” por sus paradas milagrosas. Sin embargo, el destino también puso a prueba su resiliencia. Tras una vida entera de blanco —ingresó en la cantera a los 9 años— Casillas tuvo que afrontar en 2015 el momento más doloroso de su carrera: su salida del Real Madrid. Con 34 años, y luego de 25 años en el club, Iker se vio empujado a decir adiós a su casa . En una rueda de prensa solitaria en el Bernabéu, el capitán no pudo contener las lágrimas mientras leía una carta de despedida. “Después de 25 años defendiendo el escudo del equipo más grande del mundo, llega un día difícil en mi vida deportiva: decir adiós a esta institución que me lo ha dado todo”, pronunció con la voz entrecortada . Aquel día, todo el madridismo comprobó cuánto le dolía marcharse. No quería irse, pero con dignidad agradeció al club y a la afición. Con los ojos vidriosos, dejó una promesa que estremeció a todos: «Nunca los podré olvidar y estén seguros que allá donde vaya **seguiré gritando ‘¡Hala Madrid!’»* . En ese momento, Casillas demostró que más allá del portero legendario había una buena persona agradecida, que amaba al Madrid sobre todas las cosas.



Con el corazón roto pero la cabeza alta, Iker inició en el Oporto un nuevo capítulo, dispuesto a luchar como siempre. Y el destino, caprichoso, le tenía preparada una prueba aún más dura. Pasada la barrera de los 37 años, cuando muchos futbolistas ya están retirados, Casillas se enfrentó cara a cara con la muerte. El 1 de mayo de 2019, en un entrenamiento matutino con el Oporto, empezó a sentirse extraño: notó el pecho oprimido, el aire no le llegaba  . Al principio pensó que era una alergia, pero la presión en su pecho crecía sin control . Gracias a su propia insistencia en parar y al rápido actuar del cuerpo médico del club, descubrieron la verdad: Iker, un deportista de élite y en apariencia sano, estaba sufriendo un infarto agudo de miocardio . En cuestión de minutos fue trasladado de urgencia al hospital CUF de Oporto, donde un cateterismo de emergencia le salvó la vida . Casillas estuvo cinco días ingresado, y cada jornada la noticia de su estado tuvo en vilo al mundo del fútbol . Él mismo luego describiría aquella terrible sensación: “Es como estar en una piscina, en el fondo; quieres salir y no puedes”, recordando cómo luchaba por respirar mientras su corazón fallaba  .

 

Superada la fase crítica, comenzó una lenta recuperación con la entereza que siempre lo caracterizó. A las pocas semanas, Iker sonreía en una foto desde la cama del hospital haciendo el gesto de victoria, tranquilizando a sus seguidores: “Todo controlado por aquí”, escribió, mostrando su ánimo intacto ante el gran susto. Los médicos le advirtieron que su carrera posiblemente había terminado, pero Casillas, tozudo en su amor por el fútbol, se fijó una meta imposible: volver a los entrenamientos. Y vaya si lo consiguió. Contra todo pronóstico, apenas seis meses después del infarto, se calzó de nuevo los guantes: el 4 de noviembre de 2019 volvió a pisar el césped de entrenamiento en Oporto, subiendo una foto de sus botas con el mensaje: “seis meses y tres días que estabais en la taquilla” . El mundo del deporte celebró ese pequeño gran triunfo de Iker, un símbolo de que con voluntad y fe se pueden burlar incluso los designios más oscuros.

 

Aunque finalmente Casillas ya no disputaría partidos oficiales tras aquel incidente (anunciaría su retirada definitiva en 2020), su ejemplo de superación quedó grabado. No solo sobrevivió a un infarto fulminante, sino que recuperó la normalidad y hasta volvió a sentir la hierba bajo los pies, despidiéndose del fútbol a su manera: luchando. Meses después, Iker regresó al Real Madrid para asumir un cargo institucional, volviendo así al club de su vida como quien vuelve al hogar tras la tormenta. Su travesía había cerrado el círculo.

 

Hoy, al evocar a Casillas, el madridismo no solo recuerda sus paradas imposibles en Glasgow o su agilidad felina, sino también su entereza fuera del campo. Iker sufrió, lloró y peleó, pero nunca perdió la sonrisa ni el amor por sus colores. Desde aquel adiós entre lágrimas donde prometió ser madridista hasta la muerte , hasta su victoriosa batalla contra el infarto, Casillas personifica la resiliencia. Su corazón literalmente se detuvo y volvió a latir, como tantas veces el corazón blanco parece rendido y acaba resurgiendo. San Iker nos enseñó que los héroes también caen, pero se levantan más fuertes. Al final de su historia, tras tantos obstáculos, Casillas sigue gritando “¡Hala Madrid!” con el mismo fervor, y en cada grito va el corazón lleno de madridismo que lo mantuvo con vida.

 


Raúl González: De Carabanchel al cielo blanco, el liderazgo forjado en la humildad

 

En un barrio obrero de Madrid, un niño flacucho recorría con su balón las calles de San Cristóbal de los Ángeles soñando con ser como su ídolo Butragueño. Ese niño era Raúl González Blanco, y jamás imaginó que su destino sería convertirse en el gran capitán del Real Madrid y en leyenda viva del club. Sus orígenes fueron humildes: hijo de un electricista fanático del Atlético de Madrid, Raúl dio sus primeras patadas en equipos de barrio y en la cantera atlética. Pero a veces las ironías del destino cincelan héroes. En 1992, el presidente colchonero Jesús Gil cerró por crisis la academia del Atleti, dejando al joven Raúl sin equipo. Lejos de rendirse, aquel adolescente de Carabanchel tomó el tren al otro lado de la ciudad para probar suerte en el máximo rival. Con apenas 15 años ingresó en la fábrica del Real Madrid. Al principio fue visto con recelo —un exatlético en Valdebebas— pero respondió marcando goles a raudales en juveniles. La adversidad inicial se convirtió en impulso: Raúl decidió que demostraría su valía con hechos. Y vaya si lo hizo. Solo dos años más tarde, el 29 de octubre de 1994, Jorge Valdano lo hizo debutar con el primer equipo en La Romareda. Tenía 17 años, mirada desafiante y una determinación impropia de su edad.


No tardó en conquistar al madridismo con su entrega infinita. En su primer partido en el Bernabéu, una semana después, marcó un gol y dio una asistencia ante el Atlético, el club que lo dejó ir. Fue como si el destino guiñara un ojo: ese día nació un símbolo. Raúl jugaba con el alma de un canterano y la eficacia de un veterano. No era especialmente rápido ni técnico, pero tenía olfato, inteligencia y un carácter ganador únicos. Con 19 años ya levantaba la Séptima Copa de Europa en 1998, y a los 22 era nombrado capitán del Real Madrid, el más joven en décadas. Portar el brazalete no le pesó; al contrario, sacó a relucir un liderazgo ejemplar, basado en el trabajo duro y el compañerismo. “Ser futbolista del Real Madrid es el mayor sueño que puedo imaginar… hoy más que nunca intenté entregar lo mejor de mí en cada carrera, jugada, regate y tiro”, dijo emocionado al despedirse . Esa declaración define su carrera: lo dio todo en cada partido durante 16 temporadas.

 

Las gestas de Raúl son innumerables, pero algunas quedarán por siempre en la memoria blanca. Está la noche del 27 de mayo de 2001 en que marcó ante el Barça en el Camp Nou y mandó callar a la grada con un gesto de temple legendario, silenciando a 100.000 culés con un dedo sobre los labios. O la volea con la que abrió el marcador en la final de la Octava (Champions 2000) con solo 22 años. Sin embargo, una de las muestras más impresionantes de su espíritu de superación ocurrió lejos de los focos: en la primavera de 2003, Raúl sufrió una apendicitis aguda que requería cirugía de urgencia . Los médicos pronosticaron al menos un mes de baja, pero el capitán tenía otros planes: se negó a dejar solo al equipo en Champions. Increíblemente, 23 días después de ser operado estaba de vuelta en el once titular, jugando los 90 minutos de la semifinal europea contra la Juventus en Turín . Aún convaleciente, arriesgó el físico porque sentía que su deber era estar en la batalla junto a sus compañeros. “Si hubiera sido la final, habría reaparecido incluso antes”, llegó a decir su técnico sobre la inquebrantable voluntad de Raúl . Aunque aquella vez el pase a la final no se logró, la figura de Raúl agigantó: su sacrificio por el escudo fue aplaudido incluso por la afición rival. Ese es el tipo de líder que fue: uno que predicaba con el ejemplo, que anteponía el equipo a sí mismo.

 

Fuera del campo, Raúl siempre mostró una actitud humilde y familiar. Nunca buscó los titulares ni polemizó; hablaba en el césped con goles y carreras incansables. Durante años sostuvo al Madrid en momentos difíciles, como en la travesía sin títulos de 2004-2006, donde su figura de capitán mantenía unida a la plantilla y la fe de la afición. Cada gol lo celebraba besándose el anillo y el escudo, dedicándolo a su esposa Mamen y reafirmando su amor al club. Decía no llevar tatuajes en la piel, “pero llevo el escudo del Real Madrid grabado en el corazón”, confesó una vez, y la afición lo sabía cierto. Prueba de ello fue su despedida. En el verano de 2010, tras marcar 323 goles con el Madrid y ganar 16 títulos, Raúl anunció que partía a una nueva aventura. El club organizó un acto en el palco del Bernabéu donde Raúl, visiblemente emocionado, agradeció a todos con sencillez. Vestido de traje oscuro, entre trofeos ganados y junto al presidente Florentino Pérez, pronunció: “Es un día muy duro para mí. Amo el fútbol sobre todas las cosas y ser futbolista del Real Madrid es el mayor sueño que puedo imaginar. Siempre intenté entregar lo mejor de mí mismo” . Mientras hablaba, en las pantallas gigantes aparecía una imagen suya golpeándose el pecho a la altura del corazón y del escudo, como diciendo que una parte de ese escudo se la llevaba consigo . Abajo en las gradas, centenares de aficionados aplaudían con lágrimas, conscientes de que despedían a un héroe propio .

 

Raúl se marchó entre vítores y manteos, con honores de capitán eterno. Aquella tarde besó el césped del Bernabéu, saludó a cada seguidor y fue alzado por sus compañeros en un pasillo de honor . Llorando, se retiró al vestuario escuchando por última vez el cántico de “¡Raúl, Raúl!” que coreaban 3.000 aficionados que se negaban a irse del estadio . Habían pasado 16 años desde aquel debut del chaval de Carabanchel, y esa voz del estadio era la del agradecimiento por una entrega sin límites. Raúl cumplió el sueño del niño que fue y lo hizo con creces. De aquel crío tímido hizo un líder que guiaba con la mirada y nunca se escondía. Si Juanito representó la garra y Casillas la salvación milagrosa, Raúl encarnó el liderazgo silencioso y fiel. Un hombre que salió de la clase obrera para convertirse en “siete” eterno del Madrid, demostrando que con humildad, trabajo y amor a unos colores se puede tocar el cielo vestido de blanco. Su legado perdura en cada canterano que llega al primer equipo persiguiendo su propio sueño madridista.

 


Álvaro Arbeloa: El espartano solidario y el valor de la entrega silenciosa

 

Álvaro Arbeloa no era una estrella mediática ni un prodigio técnico. Su grandeza radicó en algo más discreto pero igualmente valioso: la entrega absoluta, humilde y solidaria a los valores del Real Madrid. Nacido en Salamanca y criado en Zaragoza, Arbeloa llegó a la cantera blanca con 18 años, formando parte de la generación de Soldado y Granero. Sin embargo, sus inicios en el Madrid no fueron sencillos. Ante la falta de oportunidades en el primer equipo, decidió ganarse el futuro por su cuenta: en 2006 hizo las maletas y se marchó al Deportivo de La Coruña, y luego a Liverpool, para crecer como futbolista. Lejos de casa y de su zona de confort, trabajó en silencio, aprendió inglés, conquistó Anfield con su fiabilidad como lateral y nunca dejó de pensar en volver algún día al Bernabéu. Arbeloa no se quedó a quejarse por la falta de minutos; aceptó el desafío de buscar fuera su lugar, sabiendo que un madridista nunca se rinde . Y la vida premió su perseverancia: en 2009, con 26 años, Álvaro regresó a su club del alma, esta vez como un defensor hecho y derecho dispuesto a darlo todo por el escudo.

 

De regreso en el Real Madrid, Arbeloa se ganó rápidamente el apodo de “El Espartano”. Era el soldado leal que toda gran armada necesita: firme en la marca, incansable físicamente, siempre dispuesto a sacrificarse por el bien colectivo. No acaparaba portadas ni buscaba el lucimiento personal; su misión era cumplir y hacer mejores a sus compañeros, aunque a veces su trabajo pasara desapercibido. Con Mourinho como técnico encontró su mejor versión, haciéndose indiscutible en el lateral derecho. Trabajador dentro y fuera del campo, incluso iba a entrenar en sus días libres para mejorar . Obedecía a rajatabla las órdenes del entrenador y anteponía la disciplina del grupo a cualquier vanidad personal . Así se ganó el respeto de técnicos exigentes como Benítez o el propio Mourinho, que veían en él a un futbolista de equipo, comprometido y serio. Arbeloa, con su porte sencillo, demostró que no hace falta llevar el brazalete para ejercer como un auténtico capitán .



Su compromiso solidario se manifestó tanto con sus compañeros como con la afición. Dentro del vestuario era mentor de los jóvenes y apoyo de las estrellas; fuera del campo jamás rehusó una foto o un autógrafo. Hay un gesto que retrata su grandeza humana: en 2014, tras conquistar la tan ansiada Décima Copa de Europa, Arbeloa celebró en Lisboa con una camiseta muy especial. Sobre su pecho lucía la Union Jack británica y el lema “Live Forever” (vive para siempre). No era una ocurrencia de moda, sino un homenaje sentido: esa frase era el título de la canción favorita de Juanan Palomino, un amigo tuitero y ferviente madridista que había fallecido meses atrás en el trágico accidente de tren de Angrois . Juanan no pudo ver al Madrid campeón de Europa, pero Arbeloa se aseguró de que su espíritu estuviera presente en la victoria. Ya en 2014 y nuevamente en la Undécima de 2016, Alvarito vistió la misma camiseta en honor a su amigo ausente, y hasta lanzó en Twitter el peculiar grito que aquel solía usar para animar: “¡Hala Madrid (hijos de p***)!” , un exabrupto cariñoso que compartían en clave de humor. Con ese gesto, Arbeloa demostró un enorme corazón: no olvidó a su amigo ni en la cima del éxito, llevando la alegría del triunfo a quien ya no estaba. Era uno de tantos detalles que tenía con la gente que le rodeaba. Además, como embajador del club tras su retirada, ha participado en carreras solidarias de la Fundación Real Madrid y visitado escuelas infantiles, siempre con una sonrisa y la palabra amable por delante  .

 

En el campo, Arbeloa vivió noches duras y días gloriosos. Ganó absolutamente todo con el Real Madrid (Ligas, Champions, Copa, Mundial de Clubes) y también con la Selección Española (fue campeón del mundo y doble campeón de Europa). Pero quizá su momento más emotivo llegó en mayo de 2016, en su último partido en el Santiago Bernabéu. Aquella tarde, ante el Valencia, no era titular, pero el míster le dio entrada en el minuto 79 para que pudiera despedirse sobre el césped . Cuando Álvaro salió a calentar minutos antes, todo el estadio se puso en pie. La grada de animación coreó su nombre incluso cuando él aún esperaba en el banquillo . Al ingresar al terreno de juego, recibió una ovación cerrada, de esas que erizan la piel . En el tercer anfiteatro, los aficionados desplegaron una gigantesca camiseta blanca con su número 17, cubriendo gran parte de la grada . Al terminar el partido, sus compañeros lo mantearon en el aire celebrando su trayectoria . Arbeloa, emocionado, dio la vuelta al campo besando repetidamente el escudo de su camiseta  y llevándose las manos al corazón en señal de gratitud a la afición. Lloró al cruzar por última vez el túnel de vestuarios, mientras el Bernabéu entero coreaba “¡Arbeloa, Arbeloa!” sin parar . Incluso con el estadio ya casi vacío, miles de hinchas bajaron al fondo sur y pidieron su reaparición; Arbeloa volvió a salir al césped acompañado de sus hijos y familiares, para sentir una vez más el cariño eterno de su gente . Aquel día, el guerrero silencioso se despidió como un grande, a la altura de las leyendas, y quedó claro por qué la hinchada le adoraba: Arbeloa siempre fue uno de ellos, un aficionado con botas, un madridista de corazón puro.

 

Su historia prueba que en el Real Madrid también hay héroes sin focos, cuya grandeza está en la fidelidad y el trabajo humilde. Arbeloa puso los intereses del Madrid por encima de todo . Por eso se marchó por la puerta grande, con el respeto unánime del club y la afición . Hoy, ya retirado, sigue defendiendo al Madrid allí donde va, con palabra firme en redes sociales o formando a juveniles en Valdebebas. “Hasta el final, vamos Real” parece ser su lema de vida. Y es que Álvaro Arbeloa, nuestro espartano, nos enseñó que la lealtad, la humildad y la solidaridad también ganan Copas de Europa. Su legado es un ejemplo para los jóvenes: no importan los flashes, sino el escudo en el pecho y el compañero al lado. Esa es la victoria personal más valiosa.

 


Santiago Bernabéu: El presidente que reconstruyó la grandeza desde las cenizas

 

En 1943, España intentaba levantarse de la devastación de la Guerra Civil, y el Real Madrid yacía herido de muerte. El antaño poderoso club blanco había quedado al borde de la desaparición: su estadio de Chamartín fue usado como base militar y terminó gravemente dañado, los trofeos habían sido saqueados o perdidos, muchos socios habían huido o fallecido, y apenas cuatro jugadores quedaban de la última plantilla antes de la guerra  . En medio de aquel panorama desolador, un hombre tomó las riendas con determinación casi suicida. Santiago Bernabéu de Yeste, ex jugador madridista y directivo del club, asumió el desafío imposible de reconstruir el Real Madrid desde la nada . Bernabéu ya había sufrido en carne propia los horrores de la guerra: debió esconderse por sus ideas, perdió amigos queridos —como Monchín Triana, fusilado en 1936, a quien lloró amargamente — y combatió en el frente nacional. Al regresar a Madrid en 1939, se encontró con su querido club sumido en el caos. Podría haberse rendido, nadie le habría culpado; pero en lugar de eso, hizo un juramento silencioso sobre las ruinas de Chamartín: devolvería al Real Madrid su grandeza o moriría en el intento.

 

Bernabéu, junto a unos pocos fieles, comenzó una labor titánica que combinó ingenio, pasión y muchísimo trabajo físico. No había dinero, ni jugadores, ni sede social, pero sí una ilusión indomable. Arremangándose el traje, Santiago y sus colaboradores literalmente fueron puerta por puerta en tranvía por Madrid buscando antiguos socios dispersos para reconstruir la base social del club . Recobraron a algunos decenas de aficionados leales y les convencieron de pagar sus cuotas para reunir fondos. Con ese pequeño capital, se dispusieron a resucitar el estadio. Las gradas de Chamartín estaban destrozadas —hasta habían plantado un huerto en el césped durante la contienda, para alimentar a la gente hambrienta —, así que hubo que reconstruir tablón a tablón las tribunas que faltaban . Dicen las crónicas que el propio Bernabéu cargó madera y clavos, codo a codo con los obreros, encarnando el lema de que ningún cargo directivo está por encima de levantar ladrillos si hace falta. Montaron una pequeña oficina como sede provisional del club y consiguieron un puñado de balones. Después rastrearon por España para fichar futbolistas casi sin recursos : muchos cracks de preguerra habían muerto o emigrado, así que apostaron por jóvenes desconocidos y veteranos que regresaban del exilio. El Real Madrid renacía modestamente, pero renacía al fin y al cabo. En 1940, el equipo volvió a competir oficialmente. Costó muchísimo: durante los años 40, el Madrid evitó el descenso por los pelos en alguna temporada y tardó 15 años en reconquistar una Liga . Pero Bernabéu tenía una visión a largo plazo. Él no buscaba solo sobrevivir, sino construir algo más grande de lo que jamás hubo.


En 1943 fue elegido presidente del club, cargo que ocuparía durante 35 años hasta su muerte. Desde esa posición pudo impulsar su gran sueño: un estadio nuevo y monumental que fuera símbolo del resurgir madridista. Contra la opinión de muchos que lo tildaron de loco, Bernabéu emprendió la construcción del Nuevo Chamartín, un recinto para 75.000 espectadores (ampliable a 100.000) en tiempos en que el equipo ni siquiera llenaba el antiguo campo con 25.000 almas. Para financiar la obra tuvo que ser creativo: emitió bonos hipotecarios y préstamos, arriesgando la estabilidad económica, e invirtió hasta el último céntimo del club . “Hay que hacer el mejor estadio del mundo; si lo construimos, las victorias llegarán”, repetía convencido. Y no se equivocó. El Nuevo Chamartín se inauguró el 14 de diciembre de 1947 con una multitud entusiasmada. Bernabéu recorrió el césped aquel día con lágrimas discretas en los ojos al ver cumplida la primera parte de su promesa. Años después, en 1955, el estadio llevaría su nombre: Estadio Santiago Bernabéu, en honor al hombre que había levantado un coloso de la nada.

 

Pero su obra no terminó en el cemento. Don Santiago entendió que para devolver al Madrid la gloria deportiva necesitaba también a los mejores jugadores del mundo. Armado de audacia, se lanzó al mercado internacional y consiguió fichar a un futbolista argentino que cambiaría la historia: Alfredo Di Stéfano en 1953, tras una enrevesada operación donde Bernabéu demostró tanta tenacidad en los despachos como la que tuvo en la guerra. Con Di Stéfano como piedra angular, el Real Madrid construyó el equipo de ensueño de los años 50: llegaron Gento, Rial, Puskás, Santamaría y compañía. El resultado fue la era dorada: cinco Copas de Europa consecutivas entre 1956 y 1960, convirtiendo al Madrid en el mejor club del mundo. Bernabéu presenciaba desde el palco aquellos triunfos continentales con orgullo sereno, quizás recordando aquel escombro de club que recogió en 1939. Él había reconstruido no solo un equipo, sino un mito. En reconocimiento, recibió múltiples distinciones en vida (fue impulsor y fundador de la Copa de Europa junto a Bedrignan, recibió la Orden al Mérito FIFA, etc.). Pero su mayor homenaje se lo brinda la propia historia: el Real Madrid moderno es en gran medida creación suya.

 

Pese a tanta grandeza alcanzada, Bernabéu siempre mantuvo un estilo austero y cercano. Los veteranos contaban que llevaba un control férreo de los gastos del club: apagaba luces innecesarias, vigilaba que los jugadores no malgastaran el agua de las duchas e incluso llegó a cortarles la calefacción para espabilarlos tras derrotas sonadas . Era un castellano recio y disciplinado, casi espartano en la gestión, porque sabía el valor de cada duro invertido en la reconstrucción . Pero al mismo tiempo, tenía gestos entrañables: por ejemplo, al acabar cada temporada se iba a cenar con una peña de aficionados, la Peña Mariano, y se sentaba a la mesa como uno más, contando anécdotas y escuchando a los hinchas de a pie . Ese carácter mezclaba la dureza del líder con la cercanía del amigo. “Don Santiago antepuso el Madrid a todo en su vida”, dijo sobre él un socio de la época , y no es hipérbole. Para Bernabéu, el Real Madrid era su familia, su patria y su obra divina. Dedicó al club cada uno de sus días desde 1943 hasta 1978.

 

Santiago Bernabéu falleció el 2 de junio de 1978, a los 82 años, en plena Copa del Mundo de Argentina (en señal de luto, la FIFA hizo guardar silencio en los partidos del día). En el Bernabéu, miles de personas desfilaron junto a su capilla ardiente llorando al padre del Madrid moderno. Dejaba un club saneado, campeón y mítico; dejaba, sobre todo, un legado de superación imperecedero. Aquel hombre que tomó un club sin plantilla, sin socios, sin dinero y con el estadio en ruinas  logró forjar “el mejor club del siglo XX”. Su secreto fue simple y gigantesco a la vez: trabajo, fe y madridismo inquebrantable. La Guerra Civil pudo arrebatarle amigos, años de su vida y casi al propio club, pero Bernabéu devolvió al Madrid la vida con creces. Su nombre está hoy escrito en la fachada del estadio, sus ideas laten en la ambición del equipo y sus valores —honor, valentía, afán de victoria— son herencia para cada generación de jugadores. Si el Real Madrid es sinónimo de grandeza, es en buena medida porque un día Santiago Bernabéu tuvo el coraje de levantarlo desde las cenizas de la historia. Su alma blanca quedó impregnada para siempre en el ADN madridista.

 


 Un mar de brazos y bufandas blancas se agita en las gradas cada día de partido


Son los aficionados anónimos, la multitud silenciosa y a veces desconocida que, en realidad, es la savia que alimenta al Real Madrid. Sus nombres no aparecen en los periódicos, pero sin ellos nada de lo anterior habría sido posible. Son generaciones enteras de madridistas que han entregado su corazón al club, en las buenas y en las malas, y cuyas propias historias de superación forman la épica colectiva del madridismo. En cada familia madridista hay relatos transmitidos como joyas: un abuelo que sobrevivió a la guerra aferrándose a la radio para oír un gol de Di Stéfano, un padre que llevó a su hijo de la mano al Bernabéu por primera vez en medio de una crisis deportiva pero le enseñó a nunca dejar de creer, un niño que superó una enfermedad con la ilusión de ver a sus ídolos jugar… Son héroes sin focos cuya pasión es tan fuerte como la de los jugadores en el césped.

 

Tomemos, por ejemplo, la historia de Sergio Nieto y su padre. Sergio es el socio número 1 del Real Madrid; nació en 1924 y a los 8 años, en la Navidad de 1932, su padre le regaló el carné de socio del club . “Era un crío de ocho añitos cuando mi padre me dio esa alegría que ha marcado mi vida”, recuerda Sergio . Para esa familia humilde, ser del Madrid era más que fútbol: era un vínculo emocional indestructible. Poco después llegó la Guerra Civil y padre e hijo pasaron hambre y penurias en un Madrid en ruinas . El fútbol se interrumpió por años, pero curiosamente el campo de Chamartín, en desuso, les dio de comer: el padre de Sergio a veces traía lechugas y verduras que crecía en el césped convertido en huerto de guerra, para alimentar a su familia . “Decía que las había recogido del campo del Madrid”, cuenta Nieto, pintando esa imagen insólita: donde antes rodaba el balón ahora brotaban vegetales para sobrevivir. A pesar de todo, cuando la contienda terminó, aquella familia siguió siendo fiel al equipo aunque este tardaría en volver a ser campeón. Sergio vio al Madrid evitar el descenso y sufrir en los 40, pero también vibró con un partido que le quedó grabado: el 11-1 al Barça de 1943, que “compensó con creces” tanto sinsabor acumulado, según sus palabras . Y con la llegada de Bernabéu a la presidencia, todo mejoró: “Él fue el gran hombre que logró que el Madrid fuera lo que es”, dice Sergio, que aún lleva una estampita con la foto de Don Santiago en su cartera de socio, como si fuera un santo . Este socio centenario ha vivido absolutamente todo: las Cinco Copas de Europa seguidas, la generación de los Yé-yé, la Quinta del Buitre, la era de Raúl… y por supuesto, la inolvidable noche de 2014 en que Sergio Ramos marcó en Lisboa el gol del 92:48 para forzar la prórroga. “Nunca olvidaré el gol de Ramos”, confiesa lleno de entusiasmo a sus 90 años . Al escucharlo, uno comprende que el madridismo es una forma de vida que se hereda, se sufre y se disfruta hasta el último suspiro.



Otra historia, más reciente, muestra cómo la afición madridista es capaz de sobreponerse a la tragedia y volcar todo su amor en el equipo. Es la historia de Juan Antonio Palomino, el joven al que mencionamos en la crónica de Arbeloa. Juanan, como le decían, era un hincha apasionado del Madrid y muy activo en Twitter, donde animaba al equipo con humor irreverente. En julio de 2013, con 30 años, Juanan fue una de las 80 víctimas del terrible accidente ferroviario de Angrois (Santiago de Compostela) . Su pérdida conmocionó a la comunidad madridista en redes sociales. Nunca llegó a ver a su Real Madrid ganar “La Décima” Copa de Europa, ese título que tanto anhelaba. Sin embargo, en mayo de 2014, cuando el Madrid conquistó finalmente la Décima en Lisboa, sus amigos y hasta los jugadores no se olvidaron de él. Arbeloa, como vimos, lució la camiseta con el lema “Live Forever” en honor a Juanan , inmortalizando su memoria en medio de la celebración. Y en la fiesta del Bernabéu al día siguiente de la final, decenas de aficionados corearon su apodo de Twitter (@van_Palomaain) y su particular grito de guerra. Fue un momento conmovedor: la hinchada del Real Madrid homenajeando a un hincha caído, integrándolo para siempre en la historia del club. Juanan Palomino vive para siempre en cada Copa de Europa levantada, porque así lo quiso la gran familia madridista. Gestos como ese hablan de una afición unida en el dolor y en la alegría, una afición que es mucho más que la “cliente” de un espectáculo deportivo: es comunidad, es empatía, es hermandad blanca.

 

La historia de los aficionados del Real Madrid está llena de anécdotas de amor incondicional. Están los que cruzaron medio mundo para ver una final; los que empeñaron ahorros para acompañar al equipo en Japón o donde fuera; los que han estado cada domingo en el mismo asiento del Bernabéu durante 50 años, con sol o lluvia, en victorias y derrotas, transmitiendo a sus hijos y nietos esa fe. También aquellos que encontraron en el Madrid consuelo en sus luchas personales. No hace falta ser famoso: basta con ponerse una camiseta blanca y sentir latir el corazón al son de un “¡Hala Madrid!” junto a otros miles. En 2018, por ejemplo, en la previa de la final de Champions contra Liverpool, hinchas de ambos equipos se unieron frente al Hospital La Paz de Madrid para cantar juntos “You’ll Never Walk Alone” en apoyo a la lucha contra el cáncer . Fue un canto solidario que erizó la piel: rivales deportivos unidos por una causa humana, con los madridistas alzando velas y pancartas de ánimo para los enfermos. Porque ser aficionado del Real Madrid no es solo celebrar títulos; es también compartir valores universales, como la solidaridad y la esperanza.

 

Al final del día, cuando las luces del estadio se apagan, son estas almas blancas anónimas las que mantienen encendida la mística del club. Sin ellos, Juanito no sería eterno, ni Casillas habría encontrado fuerzas en su peor momento, ni Raúl habría sentido el orgullo de besar el escudo, ni Bernabéu habría tenido razón para reconstruir nada. El Real Madrid late al ritmo de su afición. Cada cántico en el Bernabéu, cada caravana de coches celebrando una victoria en Cibeles, cada lágrima derramada tras una eliminación, forman parte de una misma narrativa emocional. Son la prueba de que este club se forjó con la sangre, el sudor y las lágrimas de muchos, conocidos y desconocidos.

 

En cada gesta de superación del Madrid, ya sea un gol en el 90’ que cambia la historia o un título remontado contra todo pronóstico, hay miles de voces anónimas empujando el balón desde la grada o desde sus casas. Voces de niños, ancianos, hombres, mujeres, unidos por una fe inexplicable que se transmite de generación en generación. Estas historias que hemos recorrido —la pasión de Juanito, la resiliencia de Iker, el liderazgo de Raúl, la entrega de Arbeloa, la visión de Bernabéu y el amor incondicional de la afición— conforman juntas el alma del Real Madrid. Un alma blanca, hecha de sufrimiento y gloria, de caídas y resurrecciones, de individualidades heroicas y de un colectivo indestructible. Son relatos reales con fechas y datos comprobables, pero sobre todo son relatos que tocan el corazón. Al cerrar este recorrido, el lector quizá entienda un poco más por qué el Real Madrid no es solo un club de fútbol, sino un espíritu. Un espíritu que dice que nunca hay que rendirse, que siempre se puede creer. Un espíritu alimentado por sus “almas blancas” –las de los héroes con nombre y las de los héroes sin nombre– que forjaron, con superación y orgullo, la leyenda eterna del Real Madrid.

 

¡Hala Madrid… y nada más! 

 

 
 
 

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